miércoles, 30 de junio de 2010

La justicia poética del fútbol

Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol, decía Albert Camus. A menudo pienso que el fútbol es calcado a la vida. En estos tiempos que corren, en los que el fútbol parece haberse reconciliado un poco con la cultura, y justo ahora que estamos en plena competición mundialista, me sobreviene a la cabeza esta idea.

Lo cierto es que viendo el gol de Inglaterra que no subió al marcador en el 4-1 del otro día, me di cuenta de que el tiempo siempre pone a todos en su sitio, incluso en este circo del fútbol. Hace 44 años, en julio de 1966, el gol de Inglaterra sí que subía al marcador. Era una situación parecida a la de este partido. Lo único que cambió en aquella final fue que el gol de Hurst sólo lo vio el juez de línea en todo el estadio. Todo lo contrario que el otro día, en el que el único que no lo vio fue ese mismo juez de línea, aunque la pelota rebasó varios palmos la línea de gol.

Como la vida misma. Metáforas, sin más. Alemania se estaba tomando la revancha cuatro décadas después en unos octavos de final que sin duda, dejarán minada la memoria británica durante años. El karma respondía ante los aficionados alemanes de aquel partido en Wembley. El gol que no subió al marcador ofrecía una lejana venganza a aquellos jugadores que perdieron la final en 1966 con un resultado parecido (4-2).

Esto es fútbol. Tal vez sea yo que quiero acercar todo a la literatura y tengo una visión imaginativa o literaria de la vida. Pero creo que es por eso mismo por lo que me gusta sentarme a ver algún partido de vez en cuando. Porque el fútbol es una metáfora de la vida que, sabiendo disfrutarla, puede resultar muy lírica.

Porque el fútbol, leía anotado en una libreta hace días, es como la vida misma: humanidad y deshumanización al mismo tiempo. Y emoción al límite. Sonrisas y lágrimas.

Y ahora también justicia poética.

Publicado en La Huella Digital

jueves, 24 de junio de 2010

Look

Look. David Bailey. Jackie Higgins (recopiladora). Editorial Phaidon. 128 páginas. 9,95 €.

Look. Ya en la portada una de sus fotografías nos invita a introducirnos durante un rato por su trabajo fotográfico. En ella, un niño de mirada traviesa desvía la mirada a la izquierda, mientras que en el cierre metálico que está justo detrás de él está sobre impresionada la palabra look encima de una flecha que indica la derecha. Esto podría ser una buena síntesis de la obra del británico, controvertida y rodeada de mucha polémica.

David Bailey es un conocido fotógrafo que ha basado casi la totalidad de la obra en una iluminación dura y una escala de grises, que tratasen de realzar ese aspecto cruel de la realidad. Su trabajo enmarca casi la totalidad de una época, los 60, aunque en esta recopilación de Jackie Higgins, que consta de 56 fotografías, también se incluyen alguno de sus trabajos más personales y modernos.

La fotografía de Bailey puede resultar mejor o peor, pero lo que es invariable es que pocas veces deja a nadie indiferente. El elemento más frecuentado por el artista es la controversia. De esta manera, no es raro encontrar imágenes de corte más intimista y muy personal, junto a algunos retratos que rezuman personalidad, intimismo, desfachatez y sexualidad. Su obsesión con la figura de la mujer, y con extrapolar su belleza a cada una de sus películas, tiene su resultado en instantáneas como las que muestran a Paulina Boty, Catherine Deneuve, Jean Shrimpton, o la que se convertiría en su musa por excelencia, Catherine Dyer, que tras casarse con él adoptaría su apellido. Todas de una belleza y una carga de sensualidad muy poderosa.

Muchas son las caras conocidas que miran impasibles al objetivo desde las páginas gruesas de este libro de pequeño formato que nos trae la editorial Phaidon. Johnny Depp, Jack Nicholson, un popular retrato de Mick Jagger, o una foto de algunos Beatles, son algunos de los ejemplos de los frecuentes en las alfombras rojas que el británico inmortalizó con su equipo.

No obstante, no sólo de grandes celebridades vive el hombre, y Bailey reservó su sitio en el álbum a algunos de los grandes maestros de la fotografía clásica y contemporánea como Helmut Newton, el fotógrafo de guerra Don McCullin, Jacques Henri-Lartigue, Man Ray, o Brassaï, del cual su retrato bien merece la lectura del libro. Esos grandes fotógrafos a los que él consideraba maestros.

Look no es el típico libro de retratos de gente del mundo del espectáculo, en absoluto. Es mucho más que eso. Este volumen es el resumen de un talento y el poso de una obra que en años venideros será incluida entre la de los grandes fotógrafos de nuestra época. La única pega: que los textos están en inglés.

David Bailey. Un artista que, sin apretar más gatillo que el de su cámara, robó un poco el alma a cada uno de aquellos a los que fotografió.

Publicado en Culturamas

sábado, 19 de junio de 2010

José Saramago: la voz más libre

Me enteré de la noticia, e inmediatamente, diría que ni medio segundo después, se puso a llover, pequeñas gotas tímidas que se dejaban caer como si no estuviesen seguras de si querían hacerlo verdaderamente. Como si cayesen en Lisboa. Se fue Saramago. Porque es ley de vida que todos nos vayamos, y al final del camino todos nos iremos. Da igual que hayamos llegado a la cima y hayamos tocado el techo de lo que hacemos, o que seamos sólo unos simples peones más del tablero. El final es el mismo, sin intermitencias.

El más grande de los escritores portugueses contemporáneos abandonaba su trayecto en su tranquila Lanzarote. Porque ese era su hogar, donde más le gustaba estar y donde verdaderamente se sentía vivo. La enfermedad le dejó paulatinamente sin energías y, finalmente, esta mañana consiguió doblegarlo. Y lo hizo antes de que concluyese la obra en la que trabajaba Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, una reflexión sobre el negocio armamentístico que prometía levantar ampollas.

Precisamente, por eso se caracterizaba. Sus novelas, complejas y bien estructuradas, trataban temas controvertidos de manera muy directa. El escritor ha sido duramente criticado en numerosas ocasiones por esa verdad suya, tan directa y dura, con la que dotaba de argumento a sus textos. Pero nunca se escondía, pese a las críticas que le llovían desde numerosos frentes no dejaba de decir lo que pensaba en cada momento. Algo que le honra profundamente, y que debería ser motivo de admiración. Bastante tuvo con la vida, que está para vivirla y no callar.

Hijo de campesinos, el mundo literario se rindió a su obra con el Premio Nobel de Literatura. Antes de este galardón su actividad literaria había sido frenética: Manual de pintura y caligrafía (1977), su reencuentro con las letras después de 30 años sin publicar, El año de la muerte de Ricardo Reis (1984), La balsa de piedra (1986), que narra la separación de España y Portugal en una isla, Historia del cerco de Lisboa (1989) o El evangelio según Jesucristo (1991), con la que consiguió crear bastante polémica, al negarse Portugal a llevarla al Premio Literario Europeo. Saramago se instaló después de este roce en Lanzarote, donde viviría hasta su muerte. Cada vez que el de Azinhaga mencionaba a la Iglesia, surgían ampollas, como el año pasado ocurrió con la publicación de Caín, en la que el autor fabula, con mucho humor, sobre la vida de Caín, condenado por Dios a ser el eterno malo de la película.

La novela que cambió por completo su trayectoria literaria fue Ensayo sobre la ceguera, tres años antes del galardón, que se convirtió en su obra magna y dio paso a novelas similares (Ensayo sobre la lucidez, Las intermitencias de la muerte…) en las que el autor desarrolla una idea ficticia mediante un condicional. ¿Qué podría pasar si todo el pueblo votase en blanco? ¿Y si la gente no muriese? Preguntas, sin duda, de una mente con mucha imaginación.

Con su literatura, el luso, que antes de escritor fue poeta, me enseñó a leer de otra manera, más profunda, entre ese estilo farragoso de diálogos, a veces difíciles de delimitar de manera clásica. Sus grandes obras hicieron aprender a la humanidad que a veces el más ciego es el que más capacidades visuales tiene, o que si utilizamos nuestra supuesta libertad de manera universal, podemos cambiar la sociedad de manera muy notable, o los pensamientos de un elefante, entre tantas otras cosas.

Así era este gran escritor, que nos dejó a los 87 años. Alguien para quien “la felicidad era una isla” y que, a pesar de todo, “reía, seguía riendo”, como recuerda su amigo Juan Cruz.

José Saramago (Azinhaga, 1922 – Lanzarote, 2010)

Publicado en Culturamas

jueves, 17 de junio de 2010

La camarera

La camarera. Markus Orths. Seix-Barral. Biblioteca Formentor. 144 páginas. 15 €.

Lynn Zapatek encuentra un trabajo de limpiadora de habitaciones en el hotel Eden. La chica limpia las habitaciones de manera obsesiva, incluso maniática. Hasta este punto todo puede parecer una situación normal. Una normalidad que explota de manera reseñable el autor, Markus Orths, que con una prosa sencilla y muy delicada por momentos, convierte las situaciones del libro en entornos muy reales para el lector.

Según avanzan los días en su trabajo, Lynn empieza a observar los objetos de los huéspedes, mientras fuma un cigarrillo en la ventana de las habitaciones en las que se detiene. Empieza a sentir una atracción fatal hacia estos, a través de los cuales comienza a tejer la vida de sus portadores. Libros, relojes, cepillos de dientes, cremas depilatorias…

La situación da una vuelta de rosca cuando Lynn sustituye la simple fascinación por el uso no consentido de esos objetos. Un martes, cuando ya debería haber terminado de trabajar por la tarde, aún se encuentra dentro de la habitación 303 del Eden. El pasillo le trae sonido de pasos e, irremediablemente, el crujir de la cerradura. Para evitar una situación excesivamente incómoda y, por supuesto, un despido, la camarera se esconde debajo de la cama y allí pasa la noche, escuchando los sonidos de su huésped.

Es en ese momento en el que Lynn cree haber encontrado el punto que le faltaba en su vida. “Pero sabe que volverá a hacerlo, que ha de hacerlo, que ha encontrado algo. Todos los martes, dice Lynn, lo haré todos los martes”. Y cada martes al terminar de trabajar se aventura debajo de la cama de la habitación 303, desde la que imagina la vida y los rostros de aquellos que yacen justo encima de ella, separados por un somier y el colchón.

Lynn es testigo indirecto de todo tipo de situaciones. Con cada aventura de los martes consigue evadir su triste soledad, que incluso nos hace sufrir en ocasiones, por mérito absoluto del autor. “Me gustaría que por una vez alguien estuviera bajo mi cama, me gustaría que por una vez alguien prestara atención a mi vida”, piensa Lynn una noche.

La única persona que tiene Lynn en la vida es su madre, que vive a tres horas de la ciudad y padece mal de edades. La joven está sola en la vida y se aferra al hueco que queda debajo de las camas para conseguir llevar la vida normal que aparentemente llevan los personajes que son espiados sin saberlo. Terrible e hiriente la soledad que narra esta novela.

El juego, al que todos hemos jugado alguna vez, de inventar la vida de los demás. Creo que por eso esta historia engancha y gusta. Por el simple motivo de que cualquiera ha fantaseado en alguna ocasión con la vida de los demás, con inventarla o espiarla sin ser descubierto. Y eso es lo que esta joven camarera hace en el hotel Eden: vivir la vida a través de la de los demás.

Citando un título de Millás, por si acaso, no mires debajo de la cama, sobre todo si te toca la 303.

Publicado en Culturamas

Los fantasmas dublineses de Vila-Matas

Dublinesca. Enrique Vila-Matas. Editorial Seix-Barral. Colección Biblioteca Breve. 328 páginas. 19 €.

En una visita tradicional de cada miércoles, a casa de sus padres comienza todo. Samuel Riba –Riba para los amigos- es un antiguo editor literario que se siente desolado desde que abandonó su labor editorial. Se considera a él mismo como el último editor vivo. A la vuelta de Lyon su madre le pregunta: “¿Y ahora qué planes tienes?”. De repente, se acaba de dar cuenta de que ya nunca tiene planes. Desde que abandonó la editorial ya no asiste a presentaciones, convenciones de editores y toda esa suerte de parafernalia. Su vida transcurre en Barcelona y roza la monotonía más absoluta. Por si fuera poco, la rutina le asola cada día desde que dejó el alcohol tras un grave problema de salud.

“Preparo un viaje a Dublín”, contesta, ayudado por un extraño sueño que tuvo en el que la ciudad y su mujer, Celia, eran los protagonistas. Un sueño premonitorio de intensidad inigualable que le hace sentir curiosidad por la ciudad. Irá a Dublín, y lo hará para celebrar un funeral por la era Guttenberg.

Dublinesca, última obra de Vila-Matas, revela una literatura de altos vuelos, en la que el propio Vila-Matas se revela, una vez más, como un escritor de escritores, con una novela plagada de citas y anécdotas sobre sus colegas. La acción gira en torno a dos ciudades: Barcelona y la propia Dublín, dos de las ciudades del autor.

Pero Riba no irá solo, convence a unos amigos para acudir con el pretexto del Bloomsday joyceano. No les manifiesta su idea de celebrar el réquiem por su época, incluso casi por él mismo. El Bloomsday se convierte, por tanto, en el telón de fondo de este viaje, en el que las citas y anécdotas de la novela de Joyce, contadas e incluso vividas por los propios personajes son numerosas.

Vila-Matas se muestra como un intenso lector del Ulises de Joyce y convierte Dublín en una ciudad oscura, nebulosa y repleta de fantasmas, quizá los propios fantasmas del editor al que da vida en estas páginas. Consigue crear una atmósfera brumosa en la que los pensamientos y los propios miedos de los personajes pasan a ser casi parte activa del hilo argumental, incluso a veces de las presuposiciones del lector. Y todo aderezado con un humor latente y gris que sobrevuela la historia de principio a fin.

Dublinesca transforma la capital irlandesa en un funeral por toda una época, por la literatura, esa “gran puta de la literatura”, en la que Joyce, Beckett y el ansiado escritor genial que tanto obsesiona a Riba, y que nunca llegó a conocer ni editar, deambulan sin saber si son imaginados o realmente existen y son reales.

Una novela, que sin ser de fantasmas ni terror, deja entrever mucho de ambos entre líneas. Para concluir una cita de la obra de Vila-Matas. “Quizá tiene razón Dublín. Y puede, además, que sea verdad que hay focos de espacio y tiempo conectados entre sí, focos entre los que podemos viajar los denominados vivos y los denominados muertos y de ese modo encontrarnos.”.

Publicado en La Huella Digital

miércoles, 9 de junio de 2010

Los castigados del Nobel

En 1896 Alfred Nobel fallecía en su casa de San Remo, víctima de un ataque cardiaco. Un año antes había firmado en su testamento la donación de parte de su gran fortuna a la creación de unos premios que llevarían su nombre y premiarían al máximo exponente en cada una de las parcelas, entre las que se encontraba la literatura. En 1901 empezó a otorgarse el Nobel de Literatura. Su precursor murió lejos de saber que había creado uno de los premios más polémicos y controvertidos del siglo XX.

Siempre que se habla de premios y jurados nace la polémica. Es inevitable. Quizás la polémica vaya de la mano de los galardones. En el momento que hay un ganador, en otra parte existen varios perdedores, que, por supuesto, para algunos lo serán de forma injusta. La causa inherente de la entrega de premios, sea en el ámbito que sea. El Premio Nobel de Literatura, aparte de ser el más laureado del ámbito literario, también es posible que sea uno de los más controvertidos en cuanto a sus galardonados. A lo largo de su centenaria historia se ha otorgado a múltiples escritores, de toda índole y todas nacionalidades, pero existe una larga lista de olvidados para el jurado sueco en su historia.

Escritores como Gabriel García Márquez, José Saramago, Pablo Neruda, Albert Camus o Hermann Hesse, eclipsan a los que no lo tienen, y a juicio de casi todos sí lo merecieron.

El Nobel nace en 1901 como uno de los premios que figuran en el testamento de Alfred Nobel, millonario sueco. Según este testamento el premio debería ser entregado al autor “que haya producido la obra más notable en ese año literario”. La encargada de seleccionar al ganador del Premio es la Svenska Akademien, Academia Sueca. Aunque el premio se concede al conjunto de una carrera literaria, se suele destacar siempre una obra en concreto para cada autor premiado.

Existen multitud de opiniones de los expertos en el premio sobre los galardonados y los que no lo han sido. División de opiniones sobre lo justo o no de cada uno de los premios. “No creo que, hablando en general, se haya concedido mal”, dice Constant Burniaux. Sus palabras, sin embargo, dejan entrever que puede haber ocasiones en las que la entrega del premio no haya sido del todo justa. Alain Bosquet, por su parte, aboga por un jurado de quince reconocidos escritores, que sustituyan a los desconocidos académicos suecos.

Durante la primera época del premio, los expertos son más críticos con los galardonados, ya que, a su juicio, muchos de los premiados no eran más significantes que los grandes olvidados. Sully Prudhomme, Echegaray y Heyse entre otros, fueron premiados, mientras que grandes firmas de la literatura se quedaron sin el premio. En esta primera época el olvidado más destacado es Leon Tolstoi, que con toda su obra, entre la que encontramos grandísimos títulos universales como Guerra y paz o Anna Karenina, se quedó sin recibir un galardón que a todas luces mereció. Otros escritores de la primera etapa que no recibieron el premio pese a la magnitud de su obra fueron, por ejemplo, Emile Zola, uno de los grandes novelistas franceses de todos los tiempos, o August Strindberg, escritor y dramaturgo sueco, que renovó la dramaturgia de su país.

Entre los años 1921 y 1929 surgen una serie de nombres que han ganado puntos en los años contemporáneos, como son Yeats, Shaw y Mann. No obstante, pese a que en esta época la Academia Sueca lava un poco el mal inicio del premio, cabe destacar dos increíbles lagunas, que se fueron alargando durante dos décadas, hasta la muerte de los autores. Son el español Benito Pérez Galdós y el francés Marcel Proust, autores ambos de grandes obras literarias que dejarían un gran poso en la literatura universal hasta nuestros tiempos, y que seguirán dejándolo de aquí en adelante con toda seguridad. Es llamativo el caso de Benito Pérez Galdós, que tuvo desde la creación del premio una cierta mirada crítica hacia los galardonados y una especie de aversión hacia este premio, cosa que algunos dicen fue la causa de que nunca fuese premiado. En España, y en muchos países, se convocaron incluso manifestaciones, sobre todo de estudiantes, a favor del galardón al escritor canario. Además, en 1924 muere el escritor Joseph Conrad, escritor frecuentemente solicitado para el galardón, que murió sin formar parte siquiera de las propuestas de candidatos para obtener dicho premio. El escritor polaco supone para la literatura un nexo de unión entre los clásicos británicos, como Charles Dickens, y las figuras de la literatura universal moderna, como el ruso Fiódor Dostoievski. Su carrera nunca se vio recompensada con el premio, aunque méritos sí que hizo, sobradamente, para al menos aparecer como nominado.

La década de los treinta es una década que pasa muy desapercibida entre los críticos que analizan el premio. Existen dos bellas elecciones, a juicio general de éstos, que son Pirandello, que recibió el galardón en 1934 y siguió siendo una fuerza importante en el teatro moderno, y O’Neill en 1936, que es considerado por el crítico Spiller, junto a Hemingway, Elliot y Faulkner, como “certeras dianas del comité”. Sin embargo, la década de los treinta oculta tras algunos premios mediocres otros posibles galardonados que sí debieron gozar de tal reconocimiento. Por el caso español, sin ir más lejos, Antonio Machado o Miguel de Unamuno, aunque se habla también del poeta Federico García Lorca, pudieron recibir el Nobel por encima de Jacinto Benavente, que al final terminó pasando sin pena ni gloria prácticamente por la literatura universal. Antonio Machado con su poesía simbolista y castellana describió una época difícil y un país cambiante en cuanto a sus políticas. Además, precedió a una de las generaciones de poetas más reconocidas en la literatura universal, la generación del 27, que luego tendría como galardonado a Vicente Aleixandre, como premio a toda una generación y compensación a la ignorancia hacia Federico García Lorca por la academia. Por su parte, Unamuno innovó en la novela, creando lo que el llamo nivola y dando mucho protagonismo a los personajes, que dialogaban incluso con el autor, de manera muy divertida, como vemos en su gran obra Niebla. Saliendo de nuestras fronteras, llega una de las omisiones más garrafales en la historia del premio Nobel, la de la escritora Virginia Woolf.

Este error se achaca a la difícil época de entreguerras, en la que la Academia no disponía de los medios necesarios, ni suficientes para valorar con criterios adecuados la literatura que se creaba en estos años. Sin embargo, la omisión en el premio de la escritora londinense se alarga en el tiempo la friolera de veinticinco años, ya que su primera obra está fechada en 1915, y enseguida comenzó a escribir obras merecedoras, sin duda, del galardón. Su caso es muy parecido al del escritor irlandés James Joyce, incluso ambos son comparados, tanto por su manera de escribir como por su extensa renuncia de la Academia a premiarlos. Se dice que Woolf es la Joyce femenina. Ambos murieron en 1941. ¿Sólo datos?

No se puede analizar la historia del Nobel de literatura sin detenerse en la que está considerada como la omisión más grande y preocupante de toda su carrera: la de Joyce. El escritor, completamente ignorado por la academia, con una gran obra, extendida en el tiempo de su escritura, prácticamente en treinta años, ha sido siempre el abanderado de los grandes errores del Nobel. En el momento de su muerte, el irlandés había escrito obras importantes de todos los géneros. Con su literatura constituyó un fiel retrato del Dublín que vivió desde su infancia, aunque no experimentase por ella un sentimiento de amor, precisamente. Su manera de narrar y su literatura supusieron un cambio drástico en la novela que se podía leer en su época coetánea. Un buen ejemplo de su gen de escritor especial es su Finnegans Wake. En este texto James Joyce narra el sueño de un personaje, pero no lo hace de una manera corriente, sino que para ello utiliza un lenguaje propio, a veces dificilísimo de entender, que ha sido, a menudo, objeto de estudio de numerosos filólogos y sociedades de estudiosos de la novela, creadas a partir de ese texto.

Esta época fue especialmente dañina para la gran cantidad de omitidos y olvidados por los intelectuales suecos. La lista se hace larguísima: Franz Kafka, Konstantinos Kavafis o el inmenso poeta y narrador de la Lisboa de primera mitad del siglo XX, Fernando Pessoa. Estos tres casos, en cambio, son diferentes a muchos de los citados con anterioridad, ya que la mayoría de la producción de estos autores se publicó después de su muerte, por lo tanto, no se conocía la totalidad de su obra cuando éstos podrían haber recibido el premio. Son las tres ausencias, posiblemente, más explicables en cuanto a la decisión del jurado.

Posteriormente, desde el periodo de posguerra se vive una temporada de adjudicaciones más coherentes y sensatas, con algunas subidas y bajadas en cuanto a la crítica, pero con un reconocimiento común de los galardonados con el Nobel. Quizás la poeta Gabriela Mistral es algo más cuestionada por la intelectualidad, al recibir el premio en 1945, pero finalmente también se la reconoce como un escalón importante en las letras hispanas, con lo cual se termina por reconocer su premio. También existe la opinión de que su Nobel es el reconocimiento a sus predecesores: Vicente Huidobro o César Vallejo.

No obstante no se puede decir que sea una etapa exenta de omisiones, aunque sí es cierto que son menos escasas, no son por ello menos importantes. Véase, sin ir más lejos, el caso de Leon Tolstoi, mencionado anteriormente. O también Ibsen, Paul Valery, Nabokov… Sin mencionar los grandes renovadores, como el dramaturgo Bertolt Brecht o el viejo Claudel.

Se llega así a los ochenta, en los que llega una de las elecciones más polémicas del jurado, no por el galardonado, sino por su pronta recepción del premio que podría haberse retrasado unos años y haber premiado a otros indiscutibles candidatos a recibirlo en ese tiempo. Hablamos de García Márquez, Nobel completamente merecido, aunque muy tempranero, que privó a otros escritores latinoamericanos de un galardón que deberían haber recibido. Son los casos de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. Sin Borges el llamado boom latinoamericano no habría tenido sentido, y ni García Márquez ni Cortázar hubiesen llevado su literatura al punto álgido donde colocaron las letras latinas.

Los últimos años del premio sólo han tenido una ausencia verdaderamente notable, de la que se ha hablado siempre como posible Nobel, que al final ha terminado muriendo recientemente sin obtener el premio. Es el caso del español Miguel Delibes, que desde que Cela recibiese el premio en el año 1989 ha sido el escritor nacional que más fuerte ha sonado siempre para postularse como acreedor del premio. Finalmente, este año, el gran escritor de nuestra lengua falleció sin obtener un premio que hubiese merecido con creces, y que ha sido de los pocos que se le han escapado en su carrera. Durante su carrera ha recibido los más importantes galardones de literatura: el Premio Nadal (1948), el Premio de la Crítica (1953), el Príncipe de Asturias (1982), el Premio Nacional de las Letras Españolas (1991) y el Premio Miguel de Cervantes (1993), entre otros. Sólo le faltó obtener el Nobel para culminar su gran carrera como escritor y cronista de una España rural, la que vivió. Aunque no por ello deja de ser de los más grandes de la literatura española de todos los tiempos.

Publicado en La Huella Digital